jueves, enero 28, 2016

brújula

Yo sabía que me había perdido, eso era más que obvio, no había más que mirarme:
tenía las agujas apuntando a cualquier sitio, el flequillo peinado, las manos llenas de dedos tontos.
Yo sabía que me había perdido. A qué negarlo: me faltaban palabras, a veces me sobraban, a veces las palabras eran chiclets de limón exprimido, algo incómodo revolviéndose en la boca.
La mente se me quedaba en blanco. No, en blanco no. La mente se me quedaba en paréntesis, en cuerda floja, una patita en el aire, la puntita del otro pie mental apoyada en el alambre, temblorosa.
Oh, el lenguaje, qué de trampas me hace.
Yo sabía que me había perdido. Nadie más lo sabía porque mi vocación siempre ha sido disimular (no mentir), fingir, hacer de cuenta que.
Nadie más se había dado cuenta de que yo no estaba. De que yo estaba pero de una manera perdida, con una especie de bulto, un engrudo de pastillas para dormir (de herbolario) y ojeras, un bulto sin nombre, sin diagnóstico, una cosa que está ahí y nadie mira.
Entonces parecía que estaba, porque yo aparecía como un payaso saliendo de un ascensor, tenía ese gesto que habría que detenerse mucho a mirar para darse cuenta, para notar que si apoyas la mano no hay nada, aire, una nubecita azulona evaporándose sobre un tubo de ensayo.
Yo sabía que me había perdido pero ni siquiera eso era verdad.
Yo no sabía nada.