viernes, diciembre 27, 2013

pasado presente

Mi mamá se quedó a vivir en el pasado. No hoy, sino hace varios años.
Se sacó una sillita a la puerta de su pasado y una sombrilla porque, decía, allí siempre había sol.
Por las mañanas cogía un cuaderno en el que apuntaba todo lo que le pasaba, que era un poco repetitivo, porque estaba en el pasado y allí ya no ocurría nada nuevo.
Apuntaba con birome roja frases célebres para luego, más tarde, recordarlas de memoria.
Por la tarde sacaba de debajo de la alfombra una cajita con fotos color sepia, pero no la abría, tan solo la tenía sobre su falda como si fuera un cachorrito cuadrado.
Por la noche, mi mamá metía la silla dentro (la sombrilla no, era muy trabajoso montarla y desmontarla) y miraba por la ventana (empañada).
Quería ver si pasaba alguien conocido por la puerta, alguien de todas las personas que vivían con ella en el pasado. Pero en el pasado, la gente pasa sin verse, como si pese a estar en el mismo espacio de tiempo estuvieran en distintas dimensiones.
Así fue como mi mamá se fue quedando sola.
Yo le decía: mamá, en el pasado puedes entrar, eventualmente, un domingo lluvioso por la tarde, un día en el cine, mientras se hace una salsa con orégano. Puedes planear un día en el pasado, incluso, si tienes muchas ganas, con su mantel de picnic a cuadros, con su tarde de compras en sitios que ya no existen, con su banco en la plaza debajo de aquel árbol. Pero, ¿quedarte a vivir?
Mi mamá no hacía caso, claro. Ella vivía mejor allí, eso es seguro.
No le importaba nada haberse ido. O mejor dicho, haberse quedado allí, tan lejos.
Y aunque ella estaba allá, y cada tanto agitaba los brazos en el aire como un náufrago para que no la olvidáramos, al pasado yo no miraba prácticamente nunca. Porque mirar para atrás me daba tortícolis aguda en todo el cuerpo.