exilios
Cuando mi madre se despide de Laura en el aeropuerto, se sube a un coche al que no quisiera subir y regresa a una casa a la que no quisiera regresar.
Los exilios tienen tantas formas como la distancia o el tiempo y uno puede ser un inmigrante en su propia casa habiendo dejado pasar veinte años esperando a Godot como quien espera que hierva el agua.
Llegado el día en que descubrimos las infranqueables fronteras que hemos construído, cómo ser piadoso con uno mismo, cómo no torturarse mirando hacia atrás. Me pregunto cómo saber, hoy, que los pasos que damos son los pasos que dejarán unas huellas que luego podremos mirar sin nostalgia por las que no dejamos.
Me pregunto también, qué ve mi madre cuando mira hacia atrás, cuando baja del coche y, sin haberse movido del sitio, ni haber levantado vuelo, entra en su exilio de entrecasa, habla un idioma que nadie comprende.
Supongo que tal vez se trate de no dejar de estar en (des)equilibrio entre vivir el presente como si no hubiera más, y a la vez no perder de vista que cuando lleguemos a destino, nuestro pasaporte tendrá las marcas de los visados que nos hemos dejado poner sin rebelarnos, que hemos buscado con todas nuestras ganas o que ni supimos que queríamos.
Pienso sin obtener respuesta, si se trata de darnos cuenta a tiempo (¿cuándo?) del rumbo (o al menos de algunos de los rumbos) que quisiéramos escoger y cambiar el asiento del pasillo por el de ventanilla. Para que el tiempo (cuando ya quede menos) no se vuelva nuestro policía en la aduana, mirándonos desde arriba, como un juez, declarándonos irremediablemente extranjeros de nuestra propia vida y nuestros sueños.
Los exilios tienen tantas formas como la distancia o el tiempo y uno puede ser un inmigrante en su propia casa habiendo dejado pasar veinte años esperando a Godot como quien espera que hierva el agua.
Llegado el día en que descubrimos las infranqueables fronteras que hemos construído, cómo ser piadoso con uno mismo, cómo no torturarse mirando hacia atrás. Me pregunto cómo saber, hoy, que los pasos que damos son los pasos que dejarán unas huellas que luego podremos mirar sin nostalgia por las que no dejamos.
Me pregunto también, qué ve mi madre cuando mira hacia atrás, cuando baja del coche y, sin haberse movido del sitio, ni haber levantado vuelo, entra en su exilio de entrecasa, habla un idioma que nadie comprende.
Supongo que tal vez se trate de no dejar de estar en (des)equilibrio entre vivir el presente como si no hubiera más, y a la vez no perder de vista que cuando lleguemos a destino, nuestro pasaporte tendrá las marcas de los visados que nos hemos dejado poner sin rebelarnos, que hemos buscado con todas nuestras ganas o que ni supimos que queríamos.
Pienso sin obtener respuesta, si se trata de darnos cuenta a tiempo (¿cuándo?) del rumbo (o al menos de algunos de los rumbos) que quisiéramos escoger y cambiar el asiento del pasillo por el de ventanilla. Para que el tiempo (cuando ya quede menos) no se vuelva nuestro policía en la aduana, mirándonos desde arriba, como un juez, declarándonos irremediablemente extranjeros de nuestra propia vida y nuestros sueños.